La realidad se va desvelando al ser humano en la medida en que se purifica, en que se eleva en la escala jerárquica. Conforme va adquiriendo conocimiento de su naturaleza y del mundo que le circunda, mayor progreso alcanza en todas las cosas. El conocimiento científico ha sido y es un poderoso aliado a la hora de penetrar en la comprensión de las propias leyes de la Naturaleza. Sin embargo, fuera de las investigaciones de la ciencia, el ser humano ha recibido instrucciones respecto a lo que se le sustrae a nivel perceptivo, de sus sentidos. Es por este tipo de conocimiento que el ser humano ha adquirido, hasta cierto punto, la noción de su pasado y de su destino futuro, de manera fehaciente.
En esta línea argumentativa, obtenemos la idea, clara y distinta, de que la materia es el agente, el intermediario por el que y sobre el cual obra el espíritu. El espíritu –que se encuentra envuelto en una sustancia vaporosa, denominada periespíritu y que le sirve de unión con la materia- es el principio inteligente
del Universo: el ser que somos en el cuerpo en que estamos. Por tanto, el cuerpo es el instrumento de que se sirve el espíritu (nosotros) a través de su envoltorio fluídico, para realizar su progreso, para adquirir el grado de sabiduría y amor que le posicionará en el estado de bienaventuranza.
Es así, que decimos que los espíritus constituyen el mundo de los espíritus o inteligencias incorpóreas, el cual es el principal, preexistente y sobreviviente a todo. No obstante, y a pesar de que podría no haber existido el mundo corporal sin que se alterase la esencia del mundo espiritista y por extensión nues- tra propia esencia, ambos mundos se interrelacionan incesante- mente, pues el uno reacciona imperecederamente en el otro. En definitiva, hay dos elementos generales en el Universo: el espíritu y la materia, y por encima de todo Dios, el Absoluto. Esta trilogía es el principio que constituye todo lo que existe.
Como correlato de este presupuesto, obtenemos la certeza de la posibilidad de continuación de la vida humana después de la vida, ya que, como hemos visto, la vida verdadera es la vida del espíritu. Todo lo que sabemos de la naturaleza, de las cosas y de los seres nos muestra que nada perece, sino que todo se transforma. Todo está en continuo movimiento, en constan- te cambio donde la transformación forma parte de una de las leyes de Universo. La vida es, pues, un contínuum, donde muerte y nacimiento son dos aspectos de su realidad.
Entonces, ¿qué será de nosotros después del fenómeno biológico de la muerte? Como se puede vislumbrar de todo lo precedente, volvemos a entrar de nuevo en el mundo espiritista que habíamos abandonado momentáneamente; existe el ser y no la nada. La vida del cuerpo es pasajera y transitoria; la vida eterna es la vida del espíritu, que alcanzará la purificación perfeccionándose a través de la prueba de la vida corporal en sucesivas existencias. Por consiguiente, nuestro Yo, el alma o espíritu, después de abandonar su cuerpo, tomará otro, es decir, se reencarnará en un nuevo cuerpo, logrando, de esta manera, su mejoramiento progresivo. En cada nueva existencia, el espíritu da un paso en su ascensión evolutiva, y cuando se despoje de todas sus impurezas, no necesitará ya las pruebas de la vida corporal. He ahí donde podemos observar la justicia de Dios. Todos los espíritus tienden a la perfección y Dios les proporciona los medios de conseguirla por las pruebas de la vida corporal. La doctrina de la reencarnación, que admite muchas existencias sucesivas, es la única conforme con la idea que nos formamos de la justicia de Dios, respecto a los hombres que ocupan una condición moral inferior; la única que puede explicarnos el por- venir y cimentar nuestras esperanzas, puesto que nos proporciona medios de enmendar nuestras faltas con nuevas pruebas. La razón así lo indica y así nos lo enseñan los espíritus.
Hallamos, pues, en la doctrina de la reencarnación una consoladora esperanza: que nuestra inferioridad no nos va a desheredar del bien supremo y que podremos lograrlo con nuevos esfuerzos. ¿Quién no se conduele, al final de su vida, de haber adquirido demasiado tarde la experiencia de la que ya no puede aprovecharse? Pues, sabed que esta experiencia tardía no se pierde y será empleada con provecho en una nueva vida.
Platón ya nos confirmara en palabras de Sócrates, su maestro y padre de la filosofía, que el alma traía en sí, en la memoria el conocimiento deseado y, por lo tanto, aprender sería recordar un conocimiento ya adquirido. Pero entonces, ¿por qué no tenemos durante la vida corpórea un recuerdo exacto de lo que fuimos, de lo que aprendimos e hicimos en existencias anteriores? ¿No neutralizaría esta falta de recuerdo el adelantamiento espiritual, es decir, la acumulación de experiencias que le darían, finalmente, la perfección?
El propio Nietzsche –considerado uno de los tres Maestros de la sospecha, junto con Marx y Freud- ya nos señaló la necesidad del olvido. Determinó que tiene una función de preservación en la realización de nuestro desarrollo, esto es, para que el pasado no destruya el presente. Nos surge la cuestión, pues, de hasta qué punto es conveniente el olvido. Hoy que establecemos científicamente como método terapéutico la alternativa de sumergirnos en nuestro inconsciente como posibilidad de resolución de nuestros conflictos personales, nuestros traumas psicológicos –pensamos, por ejemplo, en la Terapia de Vidas Pasadas- ¿no habría que considerar establecer un límite sano, en el sentido de bueno, del olvido del pasado? Queremos advertir que las marcas negativas que nuestros errores nos dejaron en el alma no está allí para imponernos sufrimientos, sino justamente para servirnos de alerta, en el sentido que tratando esos efectos tendremos más condiciones de rescatar nuestro equilibrio físico, mental y espiritual.
El olvido del pasado ocurre porque el ser humano aún no está en la suficiente disposición como para contener su ayer. Generalmente, no tiene la estructura psicológica necesaria para convivir con su pasado. Nos encontramos aún en un nivel de progreso espiritual insuficiente, marcado por grandes imperfecciones y tendencias negativas que nos asimilan al bruto. Una gran descompensación moral en relación al avance científico--técnico, intelectivo, que la humanidad ha alcanzado. Esto sin llegar a considerar la idea de que los grupos de relación, familiares, sociales, etc., que formamos, se establecen por el principio de causalidad, bajo la ley de causa-efecto, por lo que, en verdad, los constituyen personalidades involucradas, vinculadas en vidas pasadas. ¡Qué repercusión tan grave podría ocasionar el recuerdo!
La Doctrina Espírita, codificada por el emérito profesor Allan Kardec (pseudónimo), nos esclarece sobre la necesidad del olvido. Nos demuestra que el recuerdo preciso de nuestro ayer, mayoritariamente equívoco –por mor del nivel de progreso en que nos encontramos- tendría inconvenientes extremadamente graves, perturbándonos, humillándonos ante nuestros propios ojos y ante los de nuestro próximo, el prójimo; traería perturbación en las relaciones sociales, frenando, así, nuestro libre albedrío, nuestra libre voluntad de elección. Obtenemos, pues, en líneas generales que olvidar es regla y recordar es excepción.
Si a cada nueva existencia se corre un velo sobre el pasa- do, hay que saber, no obstante, que nada pierde el Espíritu (la persona) de lo que ha adquirido en aquél; olvida únicamente la manera como lo ha adquirido. El ser humano trae instintivamente, al reencarnarse, en forma de ideas innatas, intuitivas, lo que ha adquirido en conocimiento y amor, en sabiduría y bondad. Nuestra conciencia, que es el deseo que experimentamos de no reincidir en faltas ya cometidas, nos incita a resistir tales inclinaciones y, así, vamos superando nuestras limitaciones. Por otra parte, aquel anonadamiento del pensamiento que nos haría estar siempre repitiendo la misma situación es infundado, porque semejante olvido sólo tiene lugar durante la vida corporal. Al desencarnar, cesación de la vida corporal, el Espíritu recobra el recuerdo del pasado: puede ahora juzgar del camino recorrido y el que aún le falta por recorrer; de modo que no hay solución de continuidad en la vida espiritual, que es la normal, la verdadera, la del Espíritu inmortal.
Deducimos, pues, que el olvido temporal es un beneficio de la Providencia, ya que la experiencia se adquiere a menudo por las pruebas rudas y expiaciones terribles. Este recuerdo sería muy penoso, viniendo a juntarse a las angustias de las tribulaciones de la vida presente. Si nos parecen largos los sufrimientos de la vida, ¿qué no parecerían si se viesen afectados por el recuerdo de los sufrimientos del pasado? Hoy somos personas honradas, sinceras, trabajadoras en virtud a las rudas consecuencias sufridas por faltas que hoy repugnarían a nuestra conciencia.
¡Cuántas personas quisiéramos correr un velo sobre los primeros años de nuestra existencia! ¡Cuántos no se han dicho al final de su existencia: si volviese a empezar, no haría lo que he hecho! Pues bien, lo que no podemos deshacer en esta vida, lo desharemos en otra; en una nueva existencia, su Espíritu traerá consigo, en estado de intuición, las buenas resoluciones tomadas. Así se realiza gradualmente el progreso de la Humanidad.
Las reminiscencias del pasado no afloran en una nueva existencia debido a la disminución del estado vibratorio del Espíritu. Es decir: que la envoltura fluídica del Espíritu, conjugada con la fuerza vital, adoptó, en la nueva concepción, un movimiento vibratorio sumamente débil, el cual impide que pasen al estado consciente del ser. No obsta para considerar que el olvido de una falta no atenúa sus consecuencias. Por contra, en mundos superiores al nuestro donde sólo reina el bien, el recuerdo del pasado nada tiene de doloroso, y por eso sus habitantes recuerdan la existencia precedente como nosotros lo que hicimos el día anterior. En cuanto a lo que ha podido hacer- se en los mundos inferiores (caso de nuestro globo terráqueo), viene a ser como un sueño pasado. Cada día concedido por la Providencia nos faculta para perfeccionarnos sin cesar, olvidando el mal y adicionando el bien a las adquisiciones que nos proyectarán a la felicidad. Se trata de ser hoy mejores que ayer pero menos que mañana.