Poco imaginaba el joven alicantino y grumete de 15 años, con el recién adquirido título de piloto en el bolsillo, intentando arrebatar su vida a las olas embravecidas de aquella Nochebuena de 1836, los derroteros que iba a tomar su vida. Era su segundo viaje a bordo del San José, una goleta en la cual se había enrolado un año antes como ayudante de piloto.

Al penetrar en la ría de Villaviciosa, mal guiados por el piloto del puerto, en evidente estado de embriaguez, el barco encalló en un banco de arena. Era pleamar y al bajar la marea, se partió por la mitad, a esto se sumó el mal tiempo, que les obligó a abandonar precipitadamente el navío, so pena de perecer ahogados. Al correr descalzo sobre la destroza- da cubierta, nuestro protagonista se clavó una astilla que le atravesó el pie de parte a parte, partiéndose la misma y que- dando ahí clavada, impidiéndole caminar el punzante dolor. Si no llega a ser por un solidario compañero que le agarró de la cintura y lo arrojó sobre sus demás compañeros, ya alojados en la lancha y dispuestos a alejarse del buque siniestrado, se veía perdido y abandonado a su suerte.

Pero, si duras son las pruebas a que te someten las fuer- zas de la naturaleza en el mar, más lo son los tormentos de las fuerzas de la sombra en la tierra. Contra las primeras, se pue- de luchar con tus fuerzas, tu inteligencia y salir airoso de ellas, pero para luchar contra las segundas hay que poseer una poderosa fuerza moral y una fe inquebrantable en Dios para no caer derrotado. Tal le sucedió al valiente capitán Ramón Lagier. Él que había sobrevivido a naufragios, luchado contra huracanes venciéndolos, él que había puesto en peligro su vida y la de sus tripulantes por salvar a marineros de buques en dificultades, y por lo cual había recibido varias condeco- raciones de otros tantos estados europeos, él se topó con la maldad, oculta bajo apariencias de santidad y de los hábitos negros de los modernos fariseos y casi sucumbe ante ella. Pero no nos adelantemos a los acontecimientos.

Con tan sólo 19 años, ya lo vemos como capitán del Es- peranza, una flamante goleta propiedad del que sería su futu- ro suegro. Todo parecía irle viento en popa, pero... El cólera, pandemia que había desembarcado en Europa a principios del siglo XIX procedente de la India, y aún mal conocida a mediados del mismo siglo, provocó una gran mortandad en España a lo largo de 1854 y se llevó por delante la vida de su amada esposa y una de sus queridas hijas, junto con las de sus suegros y otros parientes cercanos. Cuando el capitán atracó su barco en el puerto de Barcelona, de vuelta de una de sus travesías por los mares orientales, se enteró de la terrible desgracia, lo que lógicamente le provocó gran dolor. Su débil fe, desengañada de las enseñanzas adulteradas de la Iglesia Católica, se tambaleó ante el duro golpe de la pérdida de sus seres queridos y cayó herida de muerte.

Sus cuatro hijos restantes se habían quedado sin madre y abuelos que los cuidaran, así que se los llevó primero a Bar- celona y luego a Marsella, ciudad donde permanecía tres días, entre arribada y partida, y tenía más tiempo para disfrutar de la compañía de sus amados hijos. Allí, los dejó al cuidado de un hombre de confianza, de reputada fama de santo varón, banquero de la naviera dueña del buque que comandaba por aquel entonces nuestro capitán. Este hombre, afín a los Jesui- tas y otras sociedades religiosas, se ofreció y prometió velar por los huérfanos como si fuese su padre en su ausencia, internando a los niños en colegios de los Jesuitas. El marino, hombre sin doblez, confió en la palabra y en las promesas de aquel truhán y de las aves de rapiña. Pasaron los años, apaci- bles, creciendo sus hijos, su renombre y su fortuna.

Corría el año 1861 y hallándose en Bélgica, comisiona- do por el dueño principal de la naviera, fue avisado por un anónimo de que sus hijas Teresa y Esperanza, bellas mozas de 15 y 16 años de edad, habían sufrido un grave intento de abuso sexual por parte del lascivo banquero y peligraba su integridad física. Ya estaba todo dispuesto para arrojarlas a la vida pública, sino llega a tiempo para impedirlo. Al mismo tiempo, su hijo Vicente de 12 años fue encontrado muerto en la buhardilla del colegio donde estaba interno, envuelto en viejas alfombras y con fundadas sospechas de haber sido sodomizado. Nada se pudo saber sobre la causa oficial de su fallecimiento, ya que fue enterrado sin certificado médi- co y no se encontró al enfermero jesuita que lo atendió. El desconsolado padre buscó amparo en la justicia para des- enmascarar y castigar a los culpables, salvar su honor y el de sus hijas, gastó su fortuna, suplicó a las altas instancias, todo en vano. Sólo halló desdén y calumnia, él tildado de loco y sus hijas de ligeras de cascos. Los poderosos tentáculos de la Orden, le habían cerrado todas las puertas.

Cierto día caminaba cabizbajo por las calles de Marsella, buscando una mano amiga, una ayuda, un consuelo, desen- gañado de la justicia humana, de la sociedad, cuando vio a una mujer que colgaba un cartel en la puerta de su estable- cimiento que rezaba así: «Se acaba de recibir El Libro de los Espíritus». Entró y compró un ejemplar. Lo devoró en una tarde, tan ansioso se hallaba de buenas nuevas. Su lectura fue un bálsamo para su corazón malherido y un relajante para su acalorada mente, la esperanzadora doctrina de los Espíritus le cautivó, convenció, llenó su generoso corazón y satisfizo su razón. El Espiritismo lo había salvado y había ganado un apasionado defensor y divulgador en su persona. Tal es así que José Mª Fernández Colavida, el que sería el primer tra- ductor al castellano y primer editor en España de El Libro de los Espíritus, el llamado Kardec español por sus aportaciones intelectuales e investigaciones sobre el espíritu, conoció el Espiritismo de la mano de nuestro capitán, quien le regaló un ejemplar de la obra de Allan Kardec.

Demócrata y republicano convencido, defensor de los derechos del pueblo, amante del progreso, de la libertad y seguidor del sublevado general Prim, exiliado desde su pro- nunciamiento en el 1866, participó y trabajó activamente en la consecución de la revolución de 1868. Recabó apoyos a la causa entre los militares de todos los puertos en que recala- ba, los invitaba a viajar gratuitamente a bordo de su vapor «El Monarca» e iba dejando las semillas de la revolución. Unió las fuerzas del general Serrano a las del general Prim con una astuta treta que hizo que se entendieran. Trajo, por fin, en el vapor «Buenaventura», al general Serrano y demás deporta- dos en Canarias a Cádiz, donde se unieron a las fuerzas del general Prim, que volvía al mismo tiempo de su destierro en Londres por sugerencia suya. La revolución había triunfado gracias a él.

Debido a su labor revolucionaria, ya no encontró na- viera que le diese un barco; sus propietarios eran todos de corte conservador, contrarios a la revolución y dominados por jesuitas.

Se retiró pues al campo de Elche, partida de Valverde, al pequeño cortijo legado por sus padres. Compró aperos de labranza y trabajó la tierra como el que más, sufriendo y padeciendo las inclemencias del tiempo y las malas adminis- traciones que exprimen a los trabajadores. Sintió la necesidad de tener una mujer a su lado, una con la cual pudiese pasear a su lado sin vergüenza, y se fijó en una bella flor del campo alicantino. Los dos ya se conocían por una visita que hizo ella, aún niña, a su barco, acompañada de su padre, amigo del marino. Se entendieron y le pidió en matrimonio. Él desea- ba casarse por lo civil, pero las costumbres y creencias dog- máticas, la influencia del clero, eran muy fuertes y tuvo que condescender en esposarse por la Iglesia, en arrodillarse ante los pies de un cura, que por treinta duros lo creyó católico y los bendijo.

Tras las nupcias, se propuso convencer a su compañera de las bondades del Espiritismo, porque pensaba que la uni- dad de miras convendría a la paz y felicidad del hogar. Pero no quería violentar sus creencias, ella sabía leer y escribir, aun- que su lectura se limitaba exclusivamente a libros de corte ca- tólico, y, como estaba convencido de que la educación es primordial para liberar a los pueblos de los yugos y fanatismos, la matriculó en un colegio de Alicante. Él la llevaba todas las tardes y la esperaba a su salida, para luego dar largos paseos y hablar sobre lo aprendido. Adquirió conocimientos generales sobre todos los ramos del saber humano que le ampliaron su horizonte, hasta entonces estrecho, sombrío y mezquino, ha- cia el infinito. Poco a poco, paulatinamente, conforme se iba ensanchando su saber, ayudada de una inteligencia natural, de una buena memoria, y gracias también a que ella resultó ser médium, Lagier la fue convenciendo de la inutilidad de las ceremonias y de lo absurdo de los dogmas eclesiásticos.

Había perdido a todos sus hijos, fruto de su anterior matrimonio, pero la Naturaleza es fértil y generosa y tuvo la gracia de ser padre otra vez. Las noches sin nubes, tenía la costumbre de sacar al porche el telescopio, un regalo de Guillermo de Prusia por su labor humanitaria en arrebatar vidas al mar. Así observaba las estrellas y planetas lejanos en compañía de su hijo. Cierto día, observando el Sol a través de un cristal opaco, su hijo le preguntó qué eran esas manchas negras que se veían, él le contestó que en el futuro sabría lo que dicen al respecto los astrónomos, pero que en su opinión eran los enemigos de la luz, aquellos que tanto daño le habían hecho, reunidos en bandadas intentando apagarla.

Así fue, a grandes rasgos, la vida de este generoso mari- no y labrador alicantino que se negó a sí mismo y a sus hijos el bienestar de la riqueza por luchar por y para el bienestar de sus hermanos, la humanidad toda.

Y, como epílogo, os transcribo sus propias palabras:

«Aquí estoy, pues, en el campo, en el último tercio de mi larga vida, dichoso en lo posible, gracias al Espiritismo. Sin esta sublime creencia, después de las agitaciones y amarguras de mi borrascosa vida, con mi corazón por extremo sensible, desenga- ñado y sin esperanzas, sería el más desdichado de los hombres.

No tengo ningún odio a los jesuitas, a pesar del inmenso mal que me han causado: los compadezco, pero abomino la institución. Generalmente se cree que son sabios y los más aptos para educar: error deplorable, pues, por lo común, su sabiduría no es sino astucia, y no pueden educar bien a sus semejantes los hombres que no tienen corazón».

«En la porchada de mi casa hay un cartel con letras gran- des que dice: CONFERENCIAS ESPIRITISTAS.- LECCIONES DE MORAL.- LOS DOMINGOS POR LA TARDE.- GRATIS.»


Bibliografía

IBARRA Y RUIZ, P. R. Lagier. Apuntes para ilustrar la biografía del bravo capitán del Buenaventura.

[En línea: <www.espiritismo.es>]

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