Un buen día, en la clase de ciencias naturales, uno de los alumnos comentó que tenía ciertas dudas acerca de la existencia de Dios, de la creación de los animales, de las plantas, del Universo y de nosotros mismos. En su casa, sus papás, negaban sistemáticamente que Dios existiera. Pensaban que era una invención del Hombre y él estaba muy confundido y triste, porque su corazoncito le decía que detrás de todas aquellas maravillas que el observara en la naturaleza debía de haber alguna más, una inteligencia superior capaz de crear todas aquellas cosas.
Lo cierto es que, aquel comentario, supuso una verdadera revolución en la clase, porque los compañeritos no sabían cómo podían enfrentar aquellas dudas que también a veces les surgían.
Después de escuchar todas las dudas y reflexiones de los niños, Ana, la nueva profesora, propuso para la clase una actividad extraordinaria que pensó que podría ayudarles a reflexionar sobre la existencia de Dios y las pruebas que sustentarían esa existencia.
Irían a visitar juntos el museo de pinturas de la ciudad.
La siguiente semana, los pequeños, entre emocionados y nerviosos subieron al autobús de la escuela y pusieron rumbo al magnífico museo.
Enseguida atravesaron el magnífico vestí- bulo adentrándose en una de las salas de cuyas paredes colgaban las bellísimas obras de un famoso pintor.
Flores de todos los tipos, jardines coloridos, espectaculares efectos de luz, estanques cuyas límpidas aguas reflejaban la natura- leza de las formas vegetales que los circun-daban y que el diestro pintor habría conse- guido representar y trasladar al lienzo con sublime maestría.
Ana, la profesora, explicó para ellos algunas curiosidades de las obras que tenían frente a sí, sin mencionar nunca al autor.
En determinado momento, dirigiéndose para los niños, preguntó:
- ¿Qué sentís observando estas pinturas?
- ¿Podéis reconocer al autor? Porque sabe- mos que hay un autor, ¿verdad? Estas obras no son fruto del azar, son fruto de la mano del pintor.
Fijaos en la maestría de los trazos, en la ar- monía de los colores, en el manejo de la luz y de las sombras para crear efectos diferentes, el conocimiento de la perspectiva y la importancia de la profundidad... podemos decir que cada elemento contribuye a la armonía del conjunto.
Sin embargo - continuó hablando Ana - pese a todo, no podemos ver al autor, aunque sabemos que alguien pintó estas obras y por el estilo podemos descubrir de quién se trata.
Esto mismo sucede con Dios, contemplando su creación, reconocemos que no es obra de la mano del hombre. ¿Acaso podemos crear una flor? ¿Es posible para nosotros que los mundos y las estrellas se muevan en el Universo obedeciendo a las leyes de la gravedad con tan perfecta armonía? ¿Somos nosotros capaces de crear una máquina más perfecta que nuestro cuerpo?
Los niños la miraban anonadados mientras ella seguía hablándoles con mucho amor: Dios sería ese pintor, y el lienzo el Universo entero en el que Él refleja el infinito Amor que nos tiene.
Toda la Creación es su Obra y observando su obra es que podemos comprender la belleza, la armonía, su infinita sabiduría.
Para que todo ello funcione, existen unas le- yes que son las que nuestros científicos intentan desvelar. Leyes que todo lo ordenan, lo coordinan, lo armonizan para un perfecto funcionamiento.
Todos y todo en la naturaleza, es obra de Dios.
Entonces les propuso colocarse por parejas al frente unos de los otros y observarse durante un tiempo.
- Miraos a los ojos por un momento...
- Bien, os he propuesto este ejercicio para que sepáis que cada uno de vosotros también sois la obra de Dios y que sois únicos y muy importantes, que Dios os ama, es bueno y misericordioso y, que debéis respetaros a vosotros mismos y los unos a los otros, como el pintor ama y respeta su obra.
Los niños estaban encantados e hicieron el viaje de vuelta comentando entre ellos todo lo que la profesora les había dicho. Emocionados, y con sus dudas resueltas, llegaron a sus casas compartiendo con sus familias cuanto Ana les había contado.